Tu amor siempre fue
el niño amor.
El tierno amor adolescente
de eres mi garza
y mi Helena de Troya,
de cuánto te quiero
y sin ti no hay más luna…
Pero yo nunca fui Helena.
Yo nunca fui Helena y ni siquiera Penélope.
Yo nunca fui ese tipo de princesa
que espera sentada escuchando
odas a su hermosura.
Porque yo era más la Satine,
la Agripina. La Teodora de Bizancio
que administraba y quebraba imperios
con una palabra.
Porque yo era más la Salomé
y exigía cabezas y exigía sangre
y acción en los pactos.
Exigía muestras de cosas imposibles
y ahora me traes Saturno
y mañana te pediré Júpiter.
Todo fue divertido hasta que viste
que mi guerra jamás acabaría
porque yo era la guerra
y la guerra era yo.
Porque llevaba la polémica en las raíces
y jamás me bastó la mera existencia.
Y entonces venían los días torbellino
en los que ponía el mundo del revés
y escupía espumarajos y gritaba profecías
como Casandra en sus peores rachas.
Venían los días estándar en que lloraba
como una niña que apenas piensa en imágenes
y pataleaba como intentando apartar semejante carga,
la nada, el sinsentido que es todo
y la responsabilidad de andar con la cabeza erguida.
Además, tú ya sabías
de mi estúpida manía de creerme la Gorgo en Esparta,
la Cleopatra en Egipto,
y la peor de las Erinias,
la novia en la boda
y el muerto en el entierro.
Y a mí siempre me ha gustado
ir a verte con los ojos de Medusa,
con los pelos de Medusa
y el lenguaje de Medusa
a ofrecerte rituales tentadores
de pecados y manzanas
donde sólo tu sabes paliar los días estándar,
los días torbellino,
la carga.
Donde sólo tú sabes hacerme creer
la diosa de la disputa,
la Juana más loca de todas
y la Medusa más Medusa
que jamás haya visto la historia.
Y en eso te doy la razón.
Porque yo nunca fui Helena.
Yo nunca fui Helena y ni siquiera Penélope.