Gata Cattana
Monstruos (Rudimentos)
[Relato]
De pequeña recuerdo que tenía miedo a la oscuridad
Y es un recuerdo muy vago y muy lejano porque
los adultos somos así, olvidamos a las primeras de cambio
los pavores inservibles y a otra cosa.
Digamos que somos de problemática pragmática
e imaginación de subsistencia, rudimentaria.
Pero... Ahora que lo pienso, rebuscando...
No recuerdo ningún otro problema de adulta
que me haya causado más insomnios
angustias y llantos ahogados...
Era meterme en la cama, apagar la luz
y caer en el más absoluto desamparo,
sumirme en un limbo de sombras
y no-natos pendulantes
habitado por los peores demonios
y los monstruos imposibles,
bien alimentados
que sabían mi nombre
y pellizcaban con los ojos y colgaban
amenazas en espejos
y en payasos de porcelana.
Así cogí la costumbre de dormir con la cara tapada
y con la espalda en la pared.
La idea de que me cogieran por la espalda
me aterraba.
La idea de salir de la cama
estaba descartada de antemano,
porque debajo aparecían lagunas y magmas
de raros colores, poco apetecibles.
Y en el pasillo Verónica- Verónica...
Y en el baño otra vez ese señor con barba
con una cicatriz en la cara, mirándome
desde el espejo entre las velas,
como en una extraña ceremonia
para la que me estaban esperando.
Y lo peor no eran las imágenes, las visiones;
lo peor eran las voces,
las voces alegres, las risas
en mitad de semejante espectáculo siniestro,
los chillidos ausentes de los que vivían allí,
si es que aquello existía y alguien, por muy monstruo tres cabezas,
pudiera llegar a vivir allí.
Horrible.
Sin Dios,
sin sentido,
como en un cuadro de El Bosco.
De ahí cogí la manía de dormir con la puerta cerrada.
Si la dejaba abierta tenía la opción de huir
en caso de ataque repentino
pero ya saben, el miedo paraliza.
Además, mejor la oscuridad que la penumbra.
La puerta abierta siempre daba a figuras sospechosas,
destellos fantasmagóricos y cosas que cambiaban de sitio.
La puerta abierta daba al pasillo de los mil posibles,
de mis peores egos disfrazados de perritos y gatitos de peluche,
mirando con sus ojos disecados desde el estante,
debajo del crucifijo y justo al lado de la niña de The Ring.
Así que la cerraba y la manta hasta arriba.
De ahí aprendí a convivir con los peores espectros,
con una imaginación extremadamente avanzada,
de precisión láser, casi alienígena,
y a entablar conversación con Quasimodos
y otros seres realmente ruines.
La otra noche lo estuve pensando...
Hace siglos que no me visitan.
Le estuve dando vueltas...
En qué punto del trayecto perdí
este universo.
Me dio pena verme adulta,
así, de repente,
a la caverna de la imaginación rudimentaria.
Y sólo pude darle dos respuestas lógicas
que justificaran mi pérdida:
La certeza de que una lamparita bastaba
para matar a esos bichos,
y la certeza de que los peores bichos
actúan sin piedad y en plena luz del día.